domingo, 12 de octubre de 2008

El día que sí se pudo

La fiesta es el viernes. El lugar; el “Estadio Perú”, ese recinto imaginario que en esta ocasión se encuentra en el Monumental de Arequipa y extiende sus graderías hasta el Cusco, Lima y todo el territorio nacional. La hora: siete y diez de la noche; hasta las últimas consecuencias, como buenos peruanos. Todos están invitados: hombres, mujeres y niños, sin importar su origen, creencias, condición económica o social.

Ni los problemas del país ni las preocupaciones de cada uno de los veintisiete millones de peruanos son impedimento para acudir a esta tan esperada y necesaria cita con la felicidad. Hoy, 19 de diciembre de 2003, un pueblo sediento de triunfos se prepara para cambiar su historia. Una vez más el deporte, con esas virtudes que posee y que tanta falta les hace a quienes dirigen el destino de la patria, es capaz de devolverle la alegría a la gente.

Y por esas cosas de la vida, el deporte es también capaz de depositar a toda la marea roja en las tierras de la ciudad blanca para teñir a la afición con los colores del Perú. El rojo, nunca tan nuestro como hoy, inunda este querido país, nuestro país, hasta desbordarse sobre los dominios de los vencedores. Los colores del , los colores del Perú, pintan esta noche el triunfo de la humildad y la perseverancia frente a la adversidad.

era un equipo humilde, pero ahora yo lo digo, se ha transformado en un gigante de América”, expresa el periodista argentino , minutos antes del partido, como un vaticinio de lo que se viviría después. Los once que saldrán a la cancha, el plantel entero, la directiva cusqueña, los cuarenta y tres mil de la tribuna, los millones de peruanos y todos los extranjeros que se contagiaron con la fiebre roja solo esperaban el pitazo inicial. ■

La final




Un país paralizado sigue en casas, tiendas, bares, clubes, cines, calles y todo lugar donde hay un televisor o una radio, los pormenores del partido más esperado por todos los peruanos. En el estadio, los hinchas se ponen de pie para recibir a los protagonistas de la final de la . En la cancha, todo está listo para que la pelota empiece a rodar. Frente a frente, en una versión moderna de David y Goliat, un desconocido equipo provinciano desafía al archi favorito de Argentina.


Era la oportunidad de demostrarle a todo el mundo que ni el rival más pintado ni la situación más adversa pueden quitarnos la esperanza. La noche perfecta para que los once jugadores el Cienciano le digan al Perú que el paso más importante para realizar nuestros sueños es creer en uno mismo. La hora indicada para ganar no sólo un campeonato, sino una lección de vida.

El cuadro imperial, con esa grandeza heredada de sus antepasados, asumió el reto de ganar, contra todo, sin pensarlo dos veces. Sabían que el River Plate no era su único rival. Para campeonar, tenían que devolverle la confianza a un pueblo que se acostumbró a ser segundón eterno. Tenían que borrar de la mente de cada peruano la idea de que le falta esa cuota de fortaleza para subir a lo más alto del podio.

Además, el Cienciano tuvo que enfrentar un descarado manejo dirigencial a favor del cuadro argentino. La injusticia digitada desde las oficinas de la Confederación Sudamericana de Fútbol desterró a los incas del Cusco para mermar sus posibilidades de triunfo. Pero sólo lograron que Cusco y Arequipa dejen a un lado su vieja rivalidad y se unan, al igual que todos los peruanos, para alentar al equipo rojo. La ciudad blanca se convirtió en el ombligo del fútbol y todos los ojos de América estaban puestos sobre ella.

Así, con el camino cuesta arriba, los chicos del Cienciano enfrentaron de igual a igual a un equipo argentino que planificó todo para robarle la alegría a la afición peruana. La meta del cuadro “millonario” era beber una copa ajena. Pero no lo consiguió. Y no lo consiguió porque a lo largo de todo el torneo ningún equipo hizo más méritos que el cusqueño para alzarse con el título. Y sobre todo, no lo consiguió porque nadie puede revertir la justicia divina: aquella que escuchó el pedido de un pueblo al Señor de los Temblores y la Virgen de Chapi, y entendió que el River Plate no podía ser campeón con tanta ayuda.

Ni siquiera el uruguayo Gustavo Méndez, árbitro y último as bajo la manga de los rioplatenses cuando corrían los minutos del partido, pudo cambiar la historia. Sus desacertados fallos desde los primeros instantes del cotejo inclinaron la cancha a favor de los argentinos de una forma escandalosa. Sin embargo, esto sirvió para poner a prueba el arma más poderosa de la oncena incaica: su fuerza de voluntad, aquella virtud que derrocha este Cienciano y que lo hace diferente al resto.

El tiempo transcurría y la desesperación de un River que vino a ganar cueste lo que costase aumentaba. Los rojos, en cambio, hacían gala de su orden y concentración. Ni los inventados cobros en contra, ni las faltas argentinas no sancionadas, ni las cartulinas amarillas, ni la tarjeta roja a Juan Carlos La Rosa fueron suficientes para que los jugadores del Cienciano pierdan la calma.

Cuando los argentinos y sus aliados extradeportivos tenían a los cusqueños contra las cuerdas, cuando toda la afición empezaba a lamentarse de sentirse campeón antes de tiempo, cuando todos se miraban a los ojos pensando que la historia se repetiría, el equipo cusqueño se hizo más fuerte. Y no le importó que la presión del rival y del público aumente minuto a minuto. Muy por el contrario, esto sirvió para luchar con mayor coraje.

Con su entrega en el campo de juego, los jugadores del Cienciano nos pedían sin palabras que siguiéramos su ejemplo de unidad inquebrantable para conseguir la victoria. Esto fue interpretado de manera instantánea por todos los peruanos que, a esas alturas, ya creían que la felicidad no es cuestión de nacionalidad o bandera.

En ese momento, el más difícil, el más crucial, los corazones de todos los hijos de este maravilloso Perú creyeron por primera vez que la historia tendría un final feliz. En las tribunas, casi por instinto, una frase que resumía lo vivido salía del alma de los hinchas y brotaba de sus labios una y otra vez. ¡Sí se puede!, ¡sí se puede!, ¡sí se puede!, fue la respuesta de un país que se dio cuenta que querer, pero sobre todo creer, es poder.

A partir de ese momento, se logró el campeonato. Pese a que el marcador seguía en blanco, el Cienciano consiguió voltearle el partido a un River Plate que, antes de jugar, ya ganaba. Los rioplatenses, en poco más de una hora, recibieron toda la presión que el equipo rojo cargó en estos cuatro meses de Copa Sudamericana. Y no lo soportaron.

Por eso, a pesar de tener el arbitraje a favor, buscaron consumir los pocos minutos que quedaban del partido para que, apelando a su suerte de campeón, consigan en la ronda de penales lo que no pudieron durante noventa minutos. Sin embargo, esta vieja estrategia, al igual que todas las anteriores, tampoco sirvió.

A once minutos del final, el árbitro sanciona uno de los pocos tiros libres a favor del equipo cusqueño en todo el partido. Su cronometro marca los treinta y cuatro minutos de un segundo tiempo jugado a todo vapor. Frente al balón, un flacuchento paraguayo de un metro ochenta y cuatro se prepara para disparar. En las tribunas de occidente, oriente, norte, sur y en todo el Perú, se escuchaba un ensordecedor ¡sí se puede!.


Carlos Lugo, aquel guaraní adoptado por el equipo de los incas, se aproxima con pasos cortos a ejecutar la falta. Con él, cada peruano, muy a su estilo, imagina anotar el gol más importante del fútbol nacional. Así, en un abrir y cerrar de ojos, la pierna derecha del paraguayo impulsa el balón con la fuerza donada por todos los habitantes de esta tierra hasta el fondo del arco del argentino Constanzo.

El “sí se puede” en ese momento dejó de ser un lema para convertirse en una realidad. La felicidad se hizo eterna en todos los rincones donde se gritó gol, esa palabra bendita contenida en las gargantas de la afición durante toda una vida. El festejo de once jugadores iniciaba una nueva historia. Cienciano, hoy más que nunca el equipo de todos, escribía sus más hermosas letras en el libro del presente.

Y si bien es cierto que faltaban algunos minutos para el final del encuentro, todo ya estaba consumado. Ni la inferioridad numérica de los rojos por la expulsión de Julio García, ni los cinco minutos adicionados por el árbitro, ni la lluvia de pelotazos al arco de Oscar Ibáñez, nada podía cambiar el destino de un equipo que luchó dentro y fuera de la cancha para demostrar que, con humildad y entrega todo es posible. ■

Las celebraciones


El silbatazo final del árbitro decretó el inicio de la celebración más importante de la historia deportiva del Perú. Grandes caravanas se volcaron a las calles de todo el país a festejar la hazaña de los jugadores cusqueños. El inca que todos llevamos dentro despertó de manera inconsciente en cada uno de los peruanos que hoy, más que nunca, se sienten orgullosos de ser descendientes de esta gran cultura.

En el estadio Monumental de Arequipa, en las plazas de la ciudad Blanca, en el Cusco, en Lima y en todos los departamentos del país, un nación agradece a Dios, al fútbol y al plantel del Cienciano por regalarnos, más que una página de gloria, una alegría en medio de tantos problemas.

Gracias Dios mío por reproducir este sentimiento de victoria en los corazones de todos los peruanos. Gracias Señor, por darnos la fuerza para no declinar en los momentos más difíciles. Gracias, también, por poner el parante del arco en el camino del único tiro que pudo concluir en el gol del empate.


Gracias fútbol, por ser el único vehículo capaz de hacer que todos los peruanos se unan y empiecen a soñar juntos. Gracias Cienciano, por devolverle el oro al imperio de los incas. Aunque solo tenga el tamaño de una medalla que cuelga en el pecho de los campeones, este metal representa, mejor que cualquier otra cosa, el triunfo de esta noche.

Gracias , , Alessandro Morán, Santiago Acasiete, Giuliano Portilla, Juan Carlos Bazalar, Juan Carlos La Rosa, Paolo Maldonado, Julio García, Rodrigo Saraz, , César Ccahuantico, Martín García, Miguel Llanos, y todos los que hicieron posible esta fiesta nacional. Gracias por abrir el camino del triunfo para los peruanos. Y sobre todo, gracias por devolvernos la fe. ■

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Martín:

Interesante Blog, escribes bien, buen estilo. Y creo que como buen villarrealino que eres, estas empezando hacer por ella cosas productivas, como ésto, y que todos de una u otra manera deberiamos contribuir.
Que nada te detenga y no olvides nunca, que cada uno es lo que quiere ser, a decir de Ortega eres tu y tu circunstancia. Jóvenes inquietos como tu, nuestra alma mater puede sentirse orgullosa.

Exitos.
Te invito a que nos visites y participes del siguiente espacio.
www.nopcrea.blogspot.com

Anónimo dijo...

Deberías cambiarle el nombre a tu blog.

Oscar Perlado

Anónimo dijo...

Hola
Hace ya días que prometí leer con detenimiento el contenido de este blog y hoy por fin lo he hecho!.
Me ha parecido estupendo. Enhorabuena Martín, este pequeño cuaderno de pensamientos es un tesoro... Cuídalo siempre y no dejes de escribir.
Ana
Málaga