domingo, 12 de octubre de 2008

Humor eterno

Las agujas del reloj me recuerdan lo rápido que pasa la vida. Sus infinitas vueltas me marean tanto que a veces deambulo entre mi sencilla infancia y mi incierto presente. El tiempo pasa y la gente posa y los años pesan. Y doy pasos hacia el pasado para recoger los consejos que los adultos ahora ya no me dicen porque creen que soy grande. Pero yo no quiero serlo y renuncio a mi edad, a mi trabajo y su sueldo, a mis ideologías, a mi traje formal y a mi televisor a color. Y busco en el antiguo Sony blanco y negro al primer sabio que conocí cuando tenía cinco años con la misma devoción del discípulo de algún filósofo griego. Él estaba allí, pero también en los últimos modelos de pantalla plana y control remoto, en un sinnúmero de DVD, en el diccionario de la RAE y en el corazón de millones de personas. Me trata como niño y soy feliz.

Los que miden el tiempo y el espacio dicen que nació en la Ciudad de México el 21 de febrero de 1929. Pero para el resto del mundo, este personaje es tan universal como eterno y tan gracioso como satírico. Su vida, de la cual se ha dicho tanto, es su mayor obra de arte. A Elsa Bolaños, la secretaria bilingüe que se negó a abortar, le debemos el mito latinoamericano más grande de la pantalla chica. A Francisco Gómez Linares, famoso retratista azteca del siglo XX, le agradecemos su influencia para caricaturizar al género humano. A Agustín Delgado, director cinematográfico de las décadas del 50 y 60, le reconocemos esa profética comparación con William Shakespeare (o Güiliam Chekspir, como lo llamamos los hispanohablantes).


Antes de ser , coqueteó con el boxeo y la ingeniería. Romances efímeros que dejó por la belleza de las letras. Así, desde 1950 fue guionista para diversos espacios de radio, televisión y cine. Su talento no tardó en ser reconocido por la audiencia de la Cadena Telesistema que no se perdía ningún capítulo de los programas “Cómicos y Canciones” y “El estudio de Pedro Vargas”, éxitos de la pluma de Gómez Bolaños entre 1960 y 1965. Viruta, Capulina y Cantinflas también deleitaban a Latinoamérica gracias a los libretos de este gigante de un metro sesenta. Sus creaciones cada vez eran mejores porque, a diferencia de los que escriben para vivir, él vivía para escribir. Por ello, en 1968, la novel Televisión Independiente de México le da la oportunidad de plasmar su obra más allá del papel.


La media hora semanal de “El ciudadano Gómez” y “Los súper genios de la mesa cuadrada” (programa donde apareció el ), fue el boceto del universo en el cual, años después, diera vida a “ ” (1970), un niño en el cuerpo de un héroe; y “ ” (1971), un héroe en el cuerpo de un niño. Y fueron tan perfectos que se diferenciaron de todo lo antes creado: se le dio un espacio televisivo a cada uno de ellos en horario estelar y fueron difundidos desde México hasta la Patagonia. La estrella colorada, cuyos superpoderes eran unas antenitas de vinil, un chipote chillón, unas pastillas de chiquitolina y una chicharra paralizadora, unió a toda Latinoamérica a vista e impaciencia de los diablos verdes, rojos y rayados que por entonces luchaban por dominar el mundo.

Por su parte, aquel niño cuyo nombre quisiera enterarme, sucio de apariencia y limpio de corazón, empezó a hablar en el idioma de Shakespeare, de Dante Aliguieri, de Tolstoy, de Goethe y de Saramago. Con él, los asiáticos estaban chinos de la risa. Y habitó favelas, Villas Miseria y Asentamientos Humanos. Convirtió al mundo, lleno de ricos y pobres, en una vecindad que reía, a la misma hora y por el mismo canal, olvidándose por un momento de sus diferencias y preocupaciones.
A finales de la década de los 70, él y su elenco visitaron Sudamérica. Llenaron el Estadio Nacional de Santiago como si fueran once futbolistas liderados por Iván Zamorano, desbordaron las graderías del Luna Park sin las poses excéntricas de Charly García e hicieron de Lima una procesión en un mes que no fue octubre. En 1983, su espectáculo llenó dos veces el Madison Square Garden de Nueva York. El estilo humorístico de Chespirito siguió creciendo y el genio continuó creando nuevos personajes: El Chómpiras (1973), Chaparrón Bonaparte y Vicente Chambón (ambos en 1980).

Bajo la batuta de Roberto Gómez Bolaños, Florinda Meza, María Antonieta de las Nieves, Carlos Villagrán, Ramón Valdez, Edgar Vivar, Angelines Fernández, Horacio Gómez y Raúl “Chato” Padilla se convirtieron en íconos de la comicidad mundial. La vecindad son ellos y sólo ellos. Así lo entienden los abuelos, los padres, los hijos y los nietos de todo el mundo. Su versatilidad que los mantiene en vigencia los llevó a la pantalla grande con las películas “ ” (1979), “El Chanfle 2” (1982) y “El Charrito” (1984).

Pero el mundo no dejó de girar y el genio no paró de crear. En 1992 montó la obra “11 y 12”, la comedia con mayor número de presentaciones en la historia del teatro mexicano. También a publicado los libros “Poemas y un poco más” (2003), “ ” (2005) y “Sin querer queriendo” (2006).

Con 79 años, dice que se retira de los espectáculos en público. Ha escogido al Perú para empezar su despedida, pero no creo que le alcance el tiempo para recibir todo el afecto de sus admiradores. Llegó en julio para adelantar la fiesta de la patria, para ser condecorado en el Congreso y para hacer reír abiertamente a un alcalde que está siempre con la boca cerrada. A casi un año del devastador terremoto, su presencia es todo un cataclismo que hace vibrar a todos sus seguidores desde Tumbes hasta Tacna. Muchos de ellos, sujetos tan humildes como el Chavo que quizás él nunca llegue a conocer, pero que le demuestran su cariño en las calles, en los exteriores del hotel y en los lugares donde se presenta con la única intención de darle las gracias. Palabra que todos quisiéramos decirle frente a frente y que me empujó a escribir estos párrafos.
Al Chavo del 8 le debo no tener vergüenza de la pobreza, saber ayudar al prójimo así no tenga una moneda en el bolsillo, convivir en armonía con gente que es (o cree ser) más acomodada, valorar la amistad, ver la vida con optimismo aún en las circunstancias más adversas y asumir la orfandad con humor.

Al Chapulín Colorado le debo mis acciones más heroicas cuando nadie apostaba por mí y a entender que “los superpoderes no hacen al héroe”. También a comprender que el miedo, síntoma que el común de la gente mira como debilidad, puede ser una fortaleza en la medida que se pueda controlar en situaciones extremas.

A le agradezco que me haya demostrado que el mundo sin locura sería más aburrido. También a creer y admirar a mis amigos, aunque todos crean que estamos fuera de nuestros cabales. Al lo recuerdo cada vez que necesito creer que la vida siempre te da otra oportunidad, igual que al ratero de poca monta que fue reinsertado en la sociedad.


A Chespirito le debo reírme junto a mi padre durante las pocas horas que estábamos juntos en casa. A ver feliz a mamá pese a estar muy enferma. También me enseñó a terminar rápido mis tareas escolares para que pueda ver su programa. Hacía de las derrotas de Alianza Lima en los clásicos menos tortuosas y me ha ayudado a hablar (y por ende a escribir) respetando al castellano. Con él la vida duele menos y el mundo no pesa tanto. Dividió mi existencia – y la del humor latinoamericano y mundial – en dos etapas: aCH y dCH. Y tal como sucede en algunas narraciones divinas, Chespirito parece tener el inevitable destino de la eternidad. ■

El día que sí se pudo

La fiesta es el viernes. El lugar; el “Estadio Perú”, ese recinto imaginario que en esta ocasión se encuentra en el Monumental de Arequipa y extiende sus graderías hasta el Cusco, Lima y todo el territorio nacional. La hora: siete y diez de la noche; hasta las últimas consecuencias, como buenos peruanos. Todos están invitados: hombres, mujeres y niños, sin importar su origen, creencias, condición económica o social.

Ni los problemas del país ni las preocupaciones de cada uno de los veintisiete millones de peruanos son impedimento para acudir a esta tan esperada y necesaria cita con la felicidad. Hoy, 19 de diciembre de 2003, un pueblo sediento de triunfos se prepara para cambiar su historia. Una vez más el deporte, con esas virtudes que posee y que tanta falta les hace a quienes dirigen el destino de la patria, es capaz de devolverle la alegría a la gente.

Y por esas cosas de la vida, el deporte es también capaz de depositar a toda la marea roja en las tierras de la ciudad blanca para teñir a la afición con los colores del Perú. El rojo, nunca tan nuestro como hoy, inunda este querido país, nuestro país, hasta desbordarse sobre los dominios de los vencedores. Los colores del , los colores del Perú, pintan esta noche el triunfo de la humildad y la perseverancia frente a la adversidad.

era un equipo humilde, pero ahora yo lo digo, se ha transformado en un gigante de América”, expresa el periodista argentino , minutos antes del partido, como un vaticinio de lo que se viviría después. Los once que saldrán a la cancha, el plantel entero, la directiva cusqueña, los cuarenta y tres mil de la tribuna, los millones de peruanos y todos los extranjeros que se contagiaron con la fiebre roja solo esperaban el pitazo inicial. ■

La final




Un país paralizado sigue en casas, tiendas, bares, clubes, cines, calles y todo lugar donde hay un televisor o una radio, los pormenores del partido más esperado por todos los peruanos. En el estadio, los hinchas se ponen de pie para recibir a los protagonistas de la final de la . En la cancha, todo está listo para que la pelota empiece a rodar. Frente a frente, en una versión moderna de David y Goliat, un desconocido equipo provinciano desafía al archi favorito de Argentina.


Era la oportunidad de demostrarle a todo el mundo que ni el rival más pintado ni la situación más adversa pueden quitarnos la esperanza. La noche perfecta para que los once jugadores el Cienciano le digan al Perú que el paso más importante para realizar nuestros sueños es creer en uno mismo. La hora indicada para ganar no sólo un campeonato, sino una lección de vida.

El cuadro imperial, con esa grandeza heredada de sus antepasados, asumió el reto de ganar, contra todo, sin pensarlo dos veces. Sabían que el River Plate no era su único rival. Para campeonar, tenían que devolverle la confianza a un pueblo que se acostumbró a ser segundón eterno. Tenían que borrar de la mente de cada peruano la idea de que le falta esa cuota de fortaleza para subir a lo más alto del podio.

Además, el Cienciano tuvo que enfrentar un descarado manejo dirigencial a favor del cuadro argentino. La injusticia digitada desde las oficinas de la Confederación Sudamericana de Fútbol desterró a los incas del Cusco para mermar sus posibilidades de triunfo. Pero sólo lograron que Cusco y Arequipa dejen a un lado su vieja rivalidad y se unan, al igual que todos los peruanos, para alentar al equipo rojo. La ciudad blanca se convirtió en el ombligo del fútbol y todos los ojos de América estaban puestos sobre ella.

Así, con el camino cuesta arriba, los chicos del Cienciano enfrentaron de igual a igual a un equipo argentino que planificó todo para robarle la alegría a la afición peruana. La meta del cuadro “millonario” era beber una copa ajena. Pero no lo consiguió. Y no lo consiguió porque a lo largo de todo el torneo ningún equipo hizo más méritos que el cusqueño para alzarse con el título. Y sobre todo, no lo consiguió porque nadie puede revertir la justicia divina: aquella que escuchó el pedido de un pueblo al Señor de los Temblores y la Virgen de Chapi, y entendió que el River Plate no podía ser campeón con tanta ayuda.

Ni siquiera el uruguayo Gustavo Méndez, árbitro y último as bajo la manga de los rioplatenses cuando corrían los minutos del partido, pudo cambiar la historia. Sus desacertados fallos desde los primeros instantes del cotejo inclinaron la cancha a favor de los argentinos de una forma escandalosa. Sin embargo, esto sirvió para poner a prueba el arma más poderosa de la oncena incaica: su fuerza de voluntad, aquella virtud que derrocha este Cienciano y que lo hace diferente al resto.

El tiempo transcurría y la desesperación de un River que vino a ganar cueste lo que costase aumentaba. Los rojos, en cambio, hacían gala de su orden y concentración. Ni los inventados cobros en contra, ni las faltas argentinas no sancionadas, ni las cartulinas amarillas, ni la tarjeta roja a Juan Carlos La Rosa fueron suficientes para que los jugadores del Cienciano pierdan la calma.

Cuando los argentinos y sus aliados extradeportivos tenían a los cusqueños contra las cuerdas, cuando toda la afición empezaba a lamentarse de sentirse campeón antes de tiempo, cuando todos se miraban a los ojos pensando que la historia se repetiría, el equipo cusqueño se hizo más fuerte. Y no le importó que la presión del rival y del público aumente minuto a minuto. Muy por el contrario, esto sirvió para luchar con mayor coraje.

Con su entrega en el campo de juego, los jugadores del Cienciano nos pedían sin palabras que siguiéramos su ejemplo de unidad inquebrantable para conseguir la victoria. Esto fue interpretado de manera instantánea por todos los peruanos que, a esas alturas, ya creían que la felicidad no es cuestión de nacionalidad o bandera.

En ese momento, el más difícil, el más crucial, los corazones de todos los hijos de este maravilloso Perú creyeron por primera vez que la historia tendría un final feliz. En las tribunas, casi por instinto, una frase que resumía lo vivido salía del alma de los hinchas y brotaba de sus labios una y otra vez. ¡Sí se puede!, ¡sí se puede!, ¡sí se puede!, fue la respuesta de un país que se dio cuenta que querer, pero sobre todo creer, es poder.

A partir de ese momento, se logró el campeonato. Pese a que el marcador seguía en blanco, el Cienciano consiguió voltearle el partido a un River Plate que, antes de jugar, ya ganaba. Los rioplatenses, en poco más de una hora, recibieron toda la presión que el equipo rojo cargó en estos cuatro meses de Copa Sudamericana. Y no lo soportaron.

Por eso, a pesar de tener el arbitraje a favor, buscaron consumir los pocos minutos que quedaban del partido para que, apelando a su suerte de campeón, consigan en la ronda de penales lo que no pudieron durante noventa minutos. Sin embargo, esta vieja estrategia, al igual que todas las anteriores, tampoco sirvió.

A once minutos del final, el árbitro sanciona uno de los pocos tiros libres a favor del equipo cusqueño en todo el partido. Su cronometro marca los treinta y cuatro minutos de un segundo tiempo jugado a todo vapor. Frente al balón, un flacuchento paraguayo de un metro ochenta y cuatro se prepara para disparar. En las tribunas de occidente, oriente, norte, sur y en todo el Perú, se escuchaba un ensordecedor ¡sí se puede!.


Carlos Lugo, aquel guaraní adoptado por el equipo de los incas, se aproxima con pasos cortos a ejecutar la falta. Con él, cada peruano, muy a su estilo, imagina anotar el gol más importante del fútbol nacional. Así, en un abrir y cerrar de ojos, la pierna derecha del paraguayo impulsa el balón con la fuerza donada por todos los habitantes de esta tierra hasta el fondo del arco del argentino Constanzo.

El “sí se puede” en ese momento dejó de ser un lema para convertirse en una realidad. La felicidad se hizo eterna en todos los rincones donde se gritó gol, esa palabra bendita contenida en las gargantas de la afición durante toda una vida. El festejo de once jugadores iniciaba una nueva historia. Cienciano, hoy más que nunca el equipo de todos, escribía sus más hermosas letras en el libro del presente.

Y si bien es cierto que faltaban algunos minutos para el final del encuentro, todo ya estaba consumado. Ni la inferioridad numérica de los rojos por la expulsión de Julio García, ni los cinco minutos adicionados por el árbitro, ni la lluvia de pelotazos al arco de Oscar Ibáñez, nada podía cambiar el destino de un equipo que luchó dentro y fuera de la cancha para demostrar que, con humildad y entrega todo es posible. ■

Las celebraciones


El silbatazo final del árbitro decretó el inicio de la celebración más importante de la historia deportiva del Perú. Grandes caravanas se volcaron a las calles de todo el país a festejar la hazaña de los jugadores cusqueños. El inca que todos llevamos dentro despertó de manera inconsciente en cada uno de los peruanos que hoy, más que nunca, se sienten orgullosos de ser descendientes de esta gran cultura.

En el estadio Monumental de Arequipa, en las plazas de la ciudad Blanca, en el Cusco, en Lima y en todos los departamentos del país, un nación agradece a Dios, al fútbol y al plantel del Cienciano por regalarnos, más que una página de gloria, una alegría en medio de tantos problemas.

Gracias Dios mío por reproducir este sentimiento de victoria en los corazones de todos los peruanos. Gracias Señor, por darnos la fuerza para no declinar en los momentos más difíciles. Gracias, también, por poner el parante del arco en el camino del único tiro que pudo concluir en el gol del empate.


Gracias fútbol, por ser el único vehículo capaz de hacer que todos los peruanos se unan y empiecen a soñar juntos. Gracias Cienciano, por devolverle el oro al imperio de los incas. Aunque solo tenga el tamaño de una medalla que cuelga en el pecho de los campeones, este metal representa, mejor que cualquier otra cosa, el triunfo de esta noche.

Gracias , , Alessandro Morán, Santiago Acasiete, Giuliano Portilla, Juan Carlos Bazalar, Juan Carlos La Rosa, Paolo Maldonado, Julio García, Rodrigo Saraz, , César Ccahuantico, Martín García, Miguel Llanos, y todos los que hicieron posible esta fiesta nacional. Gracias por abrir el camino del triunfo para los peruanos. Y sobre todo, gracias por devolvernos la fe. ■