Corría el año 1966:
se estrenaban las series de televisión Bonanza, Hechizada, Batman y Los Picapiedra,
Raphael debutaba en el cine con la película “Cuando tú no estás”
y en las radios sonaban Los Doltons con “El último beso”.
I
Que el tiempo sea la unidad de medida de la música no es una casualidad. Que la música sea un pretexto involuntario para evocar momentos, tampoco lo es. Él (tiempo) la acompaña en cada nota para disfrutar de su belleza: puede ser blanca, negra o redonda, como la vida; y nace, muere y vuelve a nacer al escucharla. Ella (música) existe cada vez que él la necesita y sigue sus pasos en búsqueda de la armonía. Ambos, música y tiempo, viven un idilio que tiene como testigo a la eternidad.
Desde que se inició este romance, la humanidad ha tenido una canción para cada paso de su interminable camino hacia la inmortalidad; pero con el pasar de los años, el hombre quiso girar más rápido que su propio mundo y su vertiginoso rodar provocó que confunda el significado de algunas palabras: es así que memoria (la del siglo XXI) es un dispositivo capaz de almacenar más información de la que uno puede recordar; mientras que música – o lo que es presentada como tal – hoy es asociada con el arte de vender CDs.
En este tiempo, en el que a todos les falta tiempo, la radio se ha convertido en el refugio de discos de vinilo, long plays y discos de carbón y otras joyas de la historia de la discografía que se han escondido en dos emisoras limeñas para exhibirse las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana durante todo el año, con la misma vigencia y frescura de sus ya lejanos estrenos.
Cuando suenan estas canciones (que son lo más parecido al lenguaje del pasado) se extiende un eco que forma un puente entre los artistas en blanco y negro y su público a todo color. En ese diálogo, los radioescuchas obtienen la sabiduría necesaria para pasear por las antípodas del presente: cada balada, bolero, ranchera, vals y tema de la nueva ola, representa un paradero de felicidad en la ruta de su existencia.
Durante cada minuto de sus canciones favoritas, vuelven a ser niños, jóvenes, nietos, hijos, padres; recuerdan risas, llantos, amores, desamores, triunfos, derrotas, vidas, muertes, días, noches, veranos, inviernos, otoños y primaveras y un sin número de experiencias que, gracias a la música, salieron del anonimato para convertirse en perennes lecciones para las nuevas generaciones. ■
II
Si tuviera que definir a lo que se conoce como “música del recuerdo” en una sola palabra afirmaría sin pensarlo dos veces que son clásicos, con el mayor de los respetos por todos los académicos de la música y la gente que pueda opinar lo contrario. Estoy convencido que la intemporalidad es el único requisito para obtener esa denominación a nivel artístico. Creo que esa razón también explica porqué estas canciones tienen igual o más adeptos de base dos y tres, echando por tierra la lógica del show bussines musical, en la que el reggaeton debería ser el único ritmo de moda en nuestras épocas.
Quienes promovieron esta etapa de la música popular (compositores, intérpretes, músicos, empresarios, etc.) tal vez no imaginaron que serían recordados en el tercer milenio o que, con el pasar de las décadas, alcanzarían niveles de maestros para las nuevas hornadas de cantantes. Es el caso de Salvatore Adamo, voz referencial para Jorge González (vocalista de “Los Prisioneros”, la banda más importante del rock chileno) y Daniel F, uno de los rockeros más reconocidos de la escena local. Ambos han expresado en su momento su abierta admiración por este cantante ítalo-belga nacido en 1943 cuyas interpretaciones en castellano tienen un fraseo y calidad vocal ausente en la mayoría de cantantes de habla hispana del momento. Lo mismo ocurre con Raphael, Camilo Sesto, Roberto Carlos, Tormenta, Rocío Durcal, Rocío Jurado y otros artistas que se han convertido en verdaderos íconos con el pasar de los años.
Sin embargo, creo que además de todos ellos hubieron otros cantantes que si eran conscientes del importante aporte de su obra y por eso dieron lo mejor de si antes de sus tempranas muertes físicas. Tal vez Nino Bravo sería el más indicado para responder semejante pregunta. Desde su fallecimiento en 1973 – cuando apenas tenía 28 años – hasta la fecha, su fama fue creciendo y su fuerza interpretativa no ha pasado de moda, llegando a tener una legión de seguidores e imitadores que veneran ese estilo que sobrevivió a la década del setenta.
Dentro de este grupo de estrellas que nacieron para no morir también encontramos algunos grupos peruanos: Los Belkings (mejor conjunto instrumental latinoamericano y tercero mejor del mundo), Los Pasteles Verdes, de gran influencia en nuestro país y México; y Los Doltons, conjunto que ganó varios premios y una calificación de la revista Billboard como mejor agrupación latina de 1967. Temas como “El último beso”, “Recuerdos de una noche” o el instrumental “Balada para jóvenes enamorados”, bien podrían musicalizar una historia de amor en estos tiempos de sintetizadores, mp3 y melodías perecibles.
Canciones van, canciones vienen, mientras recuerdo todo lo que he vivido y lo que no he vivido. Olvidé a muchos otros grupos y artistas por falta de espacio y experiencia como conocedor de esta música, pero sé que cada uno de ellos tiene un lugar privilegiado para quienes los seguimos a diario en la radio, porque, gracias a su arte, nos ayudan a creer que nuestras vidas pueden sacarle la vuelta al tiempo y al espacio. ■
I
Que el tiempo sea la unidad de medida de la música no es una casualidad. Que la música sea un pretexto involuntario para evocar momentos, tampoco lo es. Él (tiempo) la acompaña en cada nota para disfrutar de su belleza: puede ser blanca, negra o redonda, como la vida; y nace, muere y vuelve a nacer al escucharla. Ella (música) existe cada vez que él la necesita y sigue sus pasos en búsqueda de la armonía. Ambos, música y tiempo, viven un idilio que tiene como testigo a la eternidad.
Desde que se inició este romance, la humanidad ha tenido una canción para cada paso de su interminable camino hacia la inmortalidad; pero con el pasar de los años, el hombre quiso girar más rápido que su propio mundo y su vertiginoso rodar provocó que confunda el significado de algunas palabras: es así que memoria (la del siglo XXI) es un dispositivo capaz de almacenar más información de la que uno puede recordar; mientras que música – o lo que es presentada como tal – hoy es asociada con el arte de vender CDs.
En este tiempo, en el que a todos les falta tiempo, la radio se ha convertido en el refugio de discos de vinilo, long plays y discos de carbón y otras joyas de la historia de la discografía que se han escondido en dos emisoras limeñas para exhibirse las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana durante todo el año, con la misma vigencia y frescura de sus ya lejanos estrenos.
Cuando suenan estas canciones (que son lo más parecido al lenguaje del pasado) se extiende un eco que forma un puente entre los artistas en blanco y negro y su público a todo color. En ese diálogo, los radioescuchas obtienen la sabiduría necesaria para pasear por las antípodas del presente: cada balada, bolero, ranchera, vals y tema de la nueva ola, representa un paradero de felicidad en la ruta de su existencia.
Durante cada minuto de sus canciones favoritas, vuelven a ser niños, jóvenes, nietos, hijos, padres; recuerdan risas, llantos, amores, desamores, triunfos, derrotas, vidas, muertes, días, noches, veranos, inviernos, otoños y primaveras y un sin número de experiencias que, gracias a la música, salieron del anonimato para convertirse en perennes lecciones para las nuevas generaciones. ■
II
Corría el año 1975:
nadie se perdía un capítulo de “El hombre nuclear”,
en lo cines se formaban colas para ver el estreno de la película “Tiburón”,
Perú se consagraba campeón sudamericano de fútbol con un golazo del “Cholo” Sotily en las radios sonaba Salvatore Adamo con “Es mi vida”.
Si tuviera que definir a lo que se conoce como “música del recuerdo” en una sola palabra afirmaría sin pensarlo dos veces que son clásicos, con el mayor de los respetos por todos los académicos de la música y la gente que pueda opinar lo contrario. Estoy convencido que la intemporalidad es el único requisito para obtener esa denominación a nivel artístico. Creo que esa razón también explica porqué estas canciones tienen igual o más adeptos de base dos y tres, echando por tierra la lógica del show bussines musical, en la que el reggaeton debería ser el único ritmo de moda en nuestras épocas.
Quienes promovieron esta etapa de la música popular (compositores, intérpretes, músicos, empresarios, etc.) tal vez no imaginaron que serían recordados en el tercer milenio o que, con el pasar de las décadas, alcanzarían niveles de maestros para las nuevas hornadas de cantantes. Es el caso de Salvatore Adamo, voz referencial para Jorge González (vocalista de “Los Prisioneros”, la banda más importante del rock chileno) y Daniel F, uno de los rockeros más reconocidos de la escena local. Ambos han expresado en su momento su abierta admiración por este cantante ítalo-belga nacido en 1943 cuyas interpretaciones en castellano tienen un fraseo y calidad vocal ausente en la mayoría de cantantes de habla hispana del momento. Lo mismo ocurre con Raphael, Camilo Sesto, Roberto Carlos, Tormenta, Rocío Durcal, Rocío Jurado y otros artistas que se han convertido en verdaderos íconos con el pasar de los años.
Sin embargo, creo que además de todos ellos hubieron otros cantantes que si eran conscientes del importante aporte de su obra y por eso dieron lo mejor de si antes de sus tempranas muertes físicas. Tal vez Nino Bravo sería el más indicado para responder semejante pregunta. Desde su fallecimiento en 1973 – cuando apenas tenía 28 años – hasta la fecha, su fama fue creciendo y su fuerza interpretativa no ha pasado de moda, llegando a tener una legión de seguidores e imitadores que veneran ese estilo que sobrevivió a la década del setenta.
Dentro de este grupo de estrellas que nacieron para no morir también encontramos algunos grupos peruanos: Los Belkings (mejor conjunto instrumental latinoamericano y tercero mejor del mundo), Los Pasteles Verdes, de gran influencia en nuestro país y México; y Los Doltons, conjunto que ganó varios premios y una calificación de la revista Billboard como mejor agrupación latina de 1967. Temas como “El último beso”, “Recuerdos de una noche” o el instrumental “Balada para jóvenes enamorados”, bien podrían musicalizar una historia de amor en estos tiempos de sintetizadores, mp3 y melodías perecibles.
Canciones van, canciones vienen, mientras recuerdo todo lo que he vivido y lo que no he vivido. Olvidé a muchos otros grupos y artistas por falta de espacio y experiencia como conocedor de esta música, pero sé que cada uno de ellos tiene un lugar privilegiado para quienes los seguimos a diario en la radio, porque, gracias a su arte, nos ayudan a creer que nuestras vidas pueden sacarle la vuelta al tiempo y al espacio. ■